Paseo en concordia - Por: Eider J. Cera Ruiz.
El Puerto |
Me causaba tanta curiosidad
que el viajero era recibido por Carmen, una muchacha un poco enferma pero muy amable y de corazón humilde, que lanzaba besos de
bienvenida a todo el que llegaba al pueblo, testigo de esto hace un par de años
fue el cacique Diomedes Diaz, al descender
de su helicóptero privado para
una presentación en vísperas de las fiestas patronales, fue ella la primera que estrecho en sus
brazos como símbolo de bienvenida.
Luego, al instalarme en la
casa de los abuelos, ellos nos recibían con un delicioso sancocho de pescado con un sabor tan
exquisito. La inmensa alegría por el rencuentro
no se comparaba con nada. El
reloj ya marcaba las 4 pm y a lo
lejos repicaban las campanas de la iglesia, anunciando la misa que acostumbran
hacer todas las tardes. Era el inicio de la semana santa, ya se percibía ese
olor a conserva que venía de casi todas las casas del pueblo, esas que acostumbraban a intercambiar entre vecinos
el día viernes santo acompañado del buen
arroz de lisa. Sobre esas calles
destapadas y un poco polvorientas traficaban esos burros que venían de regreso
con sus amos cargados de maíz, frutas y el acostumbrado forraje para el
sustento de los animales.
Esa misma tarde decidí hacer un
recorrido en compañía de un primo, algo que
nunca faltaba cuando iba de visita al pueblo, sin pensarlo me detuve
lentamente al pasar por una casa ya un poco vieja, era la misma donde había vivido con toda la
familia unos años atrás. Sus ladrillos ya un poco carcomidos por la
salina y manchados por un intenso verdín que había dejado la lluvia a su paso,
el tejado ya un poco debilitado, y desde
donde mi mirada nostálgica. Contemplaba esa
loma inclinada, lugar donde los
niños se recreaban bajo su inocencia. Era
un lugar tan encantador que por mucho tiempo bajo la magia infinita de
la oscuridad de la noche, había servido de refugio a esas parejas que la escalaban para amarse a escondidas. Desde allí también
se podía ver un bello paisaje, su vista daba hacia la ciénaga de aguas cristalinas, y en la inmensidad también se apreciaban las
diminutas torres de la iglesia de otro pueblito vecino. Casi toda la multitud
estaba ese día concentrada en la plaza del pueblo, acompañando a Guillermo Lara que con su teletón
"ayúdame a ayudar" había
llegado al puebo , con el fin de ayudar a la gente de escasos recursos y
regalarle sillas de ruedas a los
enfermos. Traía consigo ese viejo transmisor de televisión, de poca frecuencia pero que alcanzaba para transmitir
ese teletón en los pocos televisores que existían en el pueblo. Era algo que
causaba curiosidad y animaba a niños y adultos, que con esos pocos pesos
deseaban contribuir a la majestuosa causa.
La gente también esperaba el inicio
de la procesión que en pocos minutos saldría acompañada de una banda musical que con sus despampanantes toques de trompetas,
colocaban la piel de gallina de la misma emoción. El personal
custodiaba a Jesús de Nazareno y al patrono san Isidro
Labrador al que tanto le pedían con gran devoción los campesinos de esta
tierra, como lo mencionan los hermanos Zuleta en una canción de su repertorio.
El sábado de gloria había despertado metido en una hamaca , los rayos de sol
comenzaban a entrar lentamente
por la pequeña ranura de la ventana y
los gallos finos del tío “ Mañe
el gallero” que siempre
permanecían metidos en sus guacales,
cantaban con gran intensidad
anunciando que ya amanecía. Desde
las primeras horas el pueblo entraba en un completo trance de fiesta, y el
sonido a lo lejos de aquellas bocinas confundido entre la brisa apenas se alcanzaba
a entender. Solo sé que provenía de una de las
cantinas donde se reunían los
hombres que con sus caballos bien aperados y amarrados a los postes cerca de la
cantina , le daban inicio a la parranda con el ron caña que traían de santa marta. Algunos
bebían para relajarse del exceso trabajo de la semana, otros por
despecho de un amor que pudo haber sido y no fue. En el
transcurso del día comenzaban arribar al
pueblo cantidades de personas, con ganas
de ver a sus familias y disfrutar del
baile de ese sábado de gloria, del que iba ser amenizado por Farid Ortiz, a quien le habían colocado el seudónimo
“Rey de los Pueblos” y que se había convertido en ídolo de multitudes. Esa
noche, después que cantó sus canciones
tan impregnadas de sentimiento se dirigió al cementerio acompañado de la
muchedumbre con lámparas y focos de mano, con el ánimo de cumplir la promesa que había
pactado con una señora oriunda del pueblo y quien padecía de cáncer terminal
desde hacía algún tiempo, que si regresaba a cantar de nuevo al pueblo y ella
aun estaba con vida le cantaba en su habitación donde estaba recluida. Poco
tiempo después la señora falleció y Farid fue a visitarla en su tumba. Años más
tarde esta historia fue inmortalizada por el gran periodista Ernesto Mccausland
en una de sus famosas crónicas.
Por: Eider J. Cera Ruiz*
*Estudiante de
Historia de la Universidad del Atlántico.
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