Paseo en concordia - Por: Eider J. Cera Ruiz.





El Puerto



A mi mente se vienen esos recuerdos memorables, cuando de pequeño, con mis equipajes al hombro acompañado de mi madre,  ella aún sin ninguna arruga y un poco más joven y mi hermano, seis años mayor que yo, caminábamos por las  calles del “Boliche”.  Era ese sector tan popular  y con aire de provincia un poco  inaccesible para el transeúnte a causa del agua encharcada y de olor nauseabundo, que dejaban los vendedores de frutas y verduras que se ganaban el sustento diario  en ese importante sector comercial como ningún otro. Era esa una zona donde se aglomeraban muchos   paisanos  de toda la región  ribereña que, al igual que yo, estábamos a la espera  de un cupo en  esos buses  modelo kodiac y cargados hasta  el techo con todo tipo de equipajes, ambientados casi  siempre  durante su  recorrido  con  esos vallenatos que hacían que el viaje se tornara feliz. Al llegar a su última parada al  puerto fluvial del municipio de Suan,  a la primera persona que me le abalanzaba para darle un fuerte y fraternal abrazo  era a “Josefita” una señora muy cariñosa que tenía un puesto de comidas al aire libre y con su techo de zinc ya un poco oxidado por el sol. De ahí emprendíamos otro viaje en los Johnson(bote deslizado por un motor), atravesábamos  el rio  Magdalena, pasando  por el caño  que baña el municipio de cerro de san Antonio y por último seguir en marcha por la ciénaga de san Antonio,   para llegar  al pueblo  de Concordia, ese mismo pueblo donde el  juglar vallenato Juancho polo valencia en sus recorridos de parrandas conoció a su Alicia adorada  y al que glorificó con su famosa canción “ Paseo en Concordia” . 

Me causaba tanta curiosidad que  el  viajero era recibido  por Carmen, una muchacha  un poco enferma  pero muy  amable  y de corazón humilde, que lanzaba besos de bienvenida a todo el que llegaba al pueblo, testigo de esto hace un par de años fue el cacique Diomedes Diaz,   al  descender  de su helicóptero  privado para una presentación en vísperas de las fiestas patronales,  fue ella la primera que estrecho en sus brazos como símbolo de bienvenida.  

Atardecer Concordiano.

Luego, al instalarme en la casa de los abuelos, ellos nos recibían con un delicioso  sancocho de pescado con un sabor tan exquisito. La inmensa alegría por el rencuentro   no se comparaba con nada. El reloj ya  marcaba las 4 pm  y a  lo lejos repicaban las campanas de la iglesia, anunciando la misa que acostumbran hacer todas las tardes. Era el inicio de la semana santa, ya se percibía ese olor a conserva que venía de casi todas las casas del pueblo, esas que  acostumbraban a intercambiar entre vecinos el  día viernes santo acompañado del buen arroz de lisa.  Sobre esas calles destapadas y un poco polvorientas traficaban esos burros que venían de regreso con sus amos cargados de maíz, frutas y el acostumbrado forraje para el sustento de los animales.  

Esa misma tarde decidí hacer un recorrido en compañía de un primo, algo que  nunca faltaba cuando iba de visita al pueblo, sin pensarlo me detuve lentamente al pasar por una casa ya un poco vieja,  era la misma donde había vivido con toda la familia unos  años atrás.  Sus ladrillos ya un poco carcomidos por la salina y manchados por un intenso verdín que había dejado la lluvia a su paso, el tejado  ya un poco debilitado, y desde donde mi mirada nostálgica. Contemplaba esa  loma inclinada,  lugar donde los niños se  recreaban bajo su inocencia.   Era  un lugar tan encantador que por mucho tiempo bajo la magia infinita de la oscuridad de la noche, había servido de refugio a  esas parejas que la escalaban  para amarse a escondidas. Desde allí también se podía ver un  bello paisaje, su  vista daba  hacia la ciénaga de aguas cristalinas,  y en la inmensidad también se apreciaban las diminutas torres de la iglesia de otro pueblito vecino. Casi toda  la multitud  estaba ese día concentrada en la plaza del pueblo, acompañando  a Guillermo Lara que con su teletón "ayúdame a  ayudar" había llegado al puebo , con el fin de ayudar a la gente de escasos recursos y regalarle sillas  de ruedas a los enfermos.  Traía consigo ese  viejo transmisor de televisión,  de poca frecuencia pero que alcanzaba para transmitir ese teletón en los pocos televisores que existían en el pueblo. Era algo que causaba curiosidad y animaba a niños y adultos, que con esos pocos pesos deseaban contribuir a la majestuosa causa.  La gente también esperaba el inicio  de la procesión que en pocos minutos saldría acompañada de una  banda musical que con sus  despampanantes toques de  trompetas,  colocaban la piel de gallina de la misma emoción. El personal custodiaba  a  Jesús de Nazareno y al patrono san Isidro Labrador al que tanto le pedían con gran devoción los campesinos de esta tierra, como lo mencionan los hermanos Zuleta en una canción de su repertorio. 

El  sábado de gloria  había despertado metido en  una hamaca , los rayos  de sol  comenzaban  a entrar lentamente por la pequeña ranura de la ventana  y los  gallos finos del  tío “ Mañe  el gallero” que siempre  permanecían metidos en sus  guacales,  cantaban con gran intensidad  anunciando  que ya amanecía. Desde las primeras horas el pueblo entraba en un completo trance de fiesta, y el sonido  a lo lejos de aquellas bocinas  confundido entre la brisa apenas se alcanzaba a entender. Solo sé que  provenía  de una de las  cantinas  donde se reunían los hombres que con sus caballos bien aperados y amarrados a los postes cerca de la cantina , le daban inicio a la parranda con el  ron caña que traían de santa marta. Algunos bebían  para relajarse del exceso   trabajo de la semana, otros por despecho  de  un amor que pudo haber sido y no fue. En el transcurso del día  comenzaban arribar al pueblo cantidades  de personas, con ganas de ver  a sus familias y disfrutar del baile de ese sábado de gloria, del que iba ser amenizado por  Farid Ortiz, a quien le habían colocado el seudónimo “Rey de los Pueblos” y que se había convertido en ídolo de multitudes. Esa noche, después que cantó  sus canciones tan impregnadas de sentimiento se dirigió al cementerio acompañado de la muchedumbre con lámparas y focos de  mano,  con el ánimo de cumplir la promesa que había pactado con una señora oriunda del pueblo y quien padecía de cáncer terminal desde hacía algún tiempo, que si regresaba a cantar de nuevo al pueblo y ella aun estaba con vida le cantaba en su habitación donde estaba recluida. Poco tiempo después la señora falleció y Farid fue a visitarla en su tumba. Años más tarde esta historia fue inmortalizada por el gran periodista Ernesto Mccausland en una de sus famosas crónicas.  


Por: Eider J. Cera Ruiz*

 *Estudiante de Historia de la Universidad del Atlántico.

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